El filósofo italiano Maurizio Ferraris propone el siguiente experimento mental para comprender a qué nos referimos cuando hablamos de ética. Supongamos por un momento que logramos extraer el cerebro de una persona, lo colocamos en una cubeta y para mantenerlo en funcionamiento, por medio de una super computadora se envían una serie de impulsos eléctricos que generan representaciones sensoriales sobre el mundo exterior. De este modo, el cerebro tiene la impresión de que todavía vive en la realidad y que tiene además una vida común y corriente, semejante a la de cualquier individuo, y no la de un cerebro en una cubeta.
Este cerebro, dentro de su universo ficticio, debe tomar decisiones de carácter ético: ¿debe recoger los excrementos de su perro, pese a que nadie lo está observando? ¿debe devolver una billetera que encontró en la calle? ¿debe comprar productos naturales en lugar de transgénicos? Estas y otras tantas situaciones que nos podríamos imaginar, o que podríamos programar a dicho cerebro, representan situaciones sociales que demandan una toma de postura moral. Pero recordemos, todo esto no acontece sino dentro de una cubeta.
Ahora bien, Ferraris plantea el interrogante: ¿son éticas las decisiones que toma el cerebro de este experimento mental? Si piensa que debe arriesgar su vida por la justicia ¿este cerebro se convierte en ético? La respuesta es categórica: No. Si bien es cierto se podría argumentar que en los escenarios virtuales antes mencionados el cerebro toma decisiones, las cuales pueden ser clasificadas conforme a una escala de valores, y por tanto, un observador externo puede alabar o sancionar tal o cual decisión. Sin embargo, hay algo que no se debe perder de vista: la ética corresponde al campo de la acción, y por tanto, tiene que ver con lo que acontece en el mundo social. Así por ejemplo nadie puede ser llevado a la cárcel por pensar que es el creador de un cartel de drogas, ni mucho menos, nadie es santificado porque pensó haber sanado a todos los enfermos de su país.
Lo ético se define por los efectos de las acciones en el mundo externo y no en los pensamientos o sentimientos, por más nobles que estos sean. El elemento decisivo para sostener esta afirmación es que lo ético necesita de aquello que Ferraris denomina la “fricción de lo real”. Si no hay un mundo externo, en este caso el mundo social, el cual se enfrente a nuestro Yo, esto es, un mundo que ofrezca resistencia a nuestras intenciones y acciones, simplemente no hay ética –por supuesto, otra cosa es el estudio de la ética que, como disciplina filosófica, tiene otra finalidad, lo cual ahora no podemos abordar más en detalle.
Al parecer, el régimen actual pasa por alto este “golpe” que nos arroja la realidad, pues, en su esfuerzo por fortalecer la formación ética –algo que indudablemente nunca está de más–, parece considerar que los estudiantes son un conjunto de “cerebros éticos”, los cuales se volverán mejores personas por el solo hecho de escuchar más de ética. De ahí que nada más llamativo que la recientemente anunciada hora diaria de valores para niños y jóvenes, la cual es tanto como decir, volviendo a nuestro experimento mental, que el cerebro en una cubeta adquiere un estatuto moral por su capacidad de generar pensamientos positivos sobre el mundo.
Probablemente los mensajes de esta hora de valores serán muchos de ellos alentadores e inscritos dentro de lo políticamente correcto, o al menos, mensajes que nadie va a estar en contra. Pero lo ético no está en el mensaje como tal, sino en el entorno escolar, es decir, en la nunca armoniosa convivencia cotidiana entre los distintos sujetos que forman la escuela y en el modo cómo definen y resuelven sus problemas de convivencia. La hora de valores con recursos audiovisuales motivacionales es una respuesta que tiene el gobierno, pero ¿a cuál pregunta o problema?
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