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Frankenstein: transformación

Actualizado: 5 oct 2018



Una noche de 1816, un grupo de jóvenes poetas y literatos decidió iniciar una competencia peculiar: crear cuentos de terror. Uno a uno, los presentes fueron tejiendo sucesos y personajes hasta culminar la tarea; sin embargo, una de ellas fue incapaz de conquistar el reto. Más tarde, el influjo de las historias escuchadas indujo una pesadilla que sirvió para ensamblar conocimientos incipientes sobre avances científicos de la época -específicamente los de Luigi Galvani y Alessandro Volta-, surgiendo así una sobrecogedora historia. De esta manera, Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851) crearía a uno de los espectros contemporáneos más inquietantes: el monstruo de Frankenstein.

LAS LUCES DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

La primera Revolución Industrial (1780-1840 aproximadamente) significó el inicio de una nueva era para la humanidad; las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales atravesaron por un cambio vertiginosos. Demográficamente, la población tuvo un crecimiento sensible, merced a las mejoras en las condiciones de salubridad y al avance de la medicina. La población campesina inicia un éxodo masivo hacia las ciudades, lugares que ofrecían fuentes de empleo.

La economía dependiente del trabajo manual fue reemplazada por manufactura de maquinaria. La producción en serie relega el trabajo artesanal; la introducción de máquinas mejora el proceso productivo, impulsada por las nuevas fuentes energéticas: carbón y vapor.

La Revolución Industrial significaba el 'culmen' apoteósico de la Ilustración europea, que consideraba la razón como el elemento transformador de todo aspecto de la vida humana. Por ello, inspirados en la filosofía cartesiana los intelectuales de la época consideraban que todo en la naturaleza estaba regido por leyes generales, aun las sociedades. En suma, la Ilustración buscaba llevar al mundo por la senda del progreso, guiada por la excelsa luz de la razón, permitiendo que la humanidad emerja de las tinieblas del calabozo formado por tradiciones, supersticiones e irracionalidad. De esta manera, surge una nueva etapa en la filosofía, en lo político (surge el liberalismo,) en lo económico (con el desarrollo del capitalismo y la Revolución Industrial), en las artes (el neoclasicismo) y aun los dioses tendrían que enfrentarse a una visión deísta de lo sagrado, sin mencionar la secularización del Estado.

EL TEMOR INEFABLE: LA FACTORÍA DEL MIEDO

Para muchos, la razón era la senda por la cual debía transitar la humanidad, pero para otros este sendero era pedregoso y lúgubre. El progreso no era sinónimo de bienestar: las grandes ciudades tenían ingentes cantidades de obreros sumidos en la pobreza, horarios de trabajo extenuantes, mala remuneración y sitios precarios; se habían convertido en simple apéndice de las máquinas.

Semi inconsciente por tal situación, pasaría algún tiempo para que el obrero recupere la conciencia de clase. Mientras tanto, culpó de sus males a la máquina y se organizó para destruirla: surge el movimiento ludista (alrededor de 1811), que se oponía a la tecnología que “hacía perder la capacidad creativa del ser humano”.

Algunos círculos intelectuales y literatos -entre ellas Shelley- compartían similares ideas y veían con desconfianza los avances tecnológicos que podrían llegar a aniquilar al ser humano. El caso de Frankenstein es ilustrativo: el científico insufla vida en su creación gracias a la tecnología, pero el monstruo termina volviéndose contra el creador.

La novela de Mary Shelley se constituye en una crítica hacia la idea de progreso imperante en la época. Atacaba la moral científica y el conflicto ético de la posibilidad de crear vida: contrariamente a lo que se cree, Victor Frankestein no era un científico loco, sino un apasionado por la ciencia, motivado por las infinitas derivaciones de bienestar para la humanidad que traería su experimento. Por otra parte, Shelley observa también -seguramente inspirada por Rosseau- la corrupción del ser humano por la influencia de la sociedad; el proceso de socialización del monstruo-niño tiene como resultado su desviación social: se transforma en criminal, en un monstruo verdadero.

La novela de Shelley revive un temor primigenio del ser humano que lo coloca en una disyuntiva: la tecnología se le hace cada día más indispensable para asegurar su existencia, pero a la vez le agobia pensar que puede causar su exterminio, ser víctima de su propia creación. La literatura y la cinematografía están plagadas de ejemplos en los que la máquina es causante de la aniquilación o, en cierto casos, la suplantación del humano ante la posibilidad de desarrollar sentimientos semejantes a él. El perfeccionamiento de la robótica va creando Frankensteins en masa y haciendo más obsoleto al hombre.

En pleno siglo XXI, el avance científico-tecnológico plantea nuevamente la vieja disyuntiva. Biotecnología, terapia genética, clonación. Sin duda, las posibilidades para mejorar las condiciones de existencia del hombre se perfilan infinitas, aunque también podría significar el fabricar seres humanos a gusto del cliente. La cibernética aplicada a la salud: prótesis robóticas más refinadas, es decir, el ser vivo se integra al autómata. ¿Terminará el monstruo de Frankenstein volviéndose contra su creador o tiene destinado reemplazarlo?

En tiempos donde predomina el 'homo insipiens', la tecnología ‘complejiza’ las relaciones sociales aunque tiende a deshumanizarla. El hombre es cada vez más dependiente de hardware (celulares, GPS, tablets, etc.) y software, convirtiéndose en un autómata orgánico subordinado a actualizaciones recibidas por red en la soledad del hogar. El ciclo se reinicia y la lucha de Frankenstein contra su creación está lejos de terminar.

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