La tecnología ha representado la principal herramienta de comprensión y dominación de la naturaleza para la humanidad. Desde la máquina a vapor hasta la Internet, el desarrollo ha ido cuesta arriba vertiginosamente, eliminando distancias y haciéndolas virtuales.
El Siglo de las Luces significó el sustento apologista de la ciencia, la filosofía no fue ajena y con el positivismo buscaba establecer leyes para fenómenos sociales; la realidad se transformaba en un laboratorio donde los fenómenos sociales eran susceptibles de control.
Las nacientes disciplinas sociales comenzaron a cuestionar los fines de la tecnología (principalmente vinculadas a la dominación de la sociedad). La literatura y las artes también cuestionaban toda la parafernalia en torno a la tecnología, Allan Poe, Baudelaire y Shelley son sólo algunos autores que recelaban de una realidad completamente ‘tecnologizada’, aunque no todos eran tan pesimistas; Julio Verne soñaba con las prerrogativas de la tecnología.
Más tarde, la aniquilación de miles de vidas en Hiroshima y Nagasaki abrió un nuevo capítulo en esta discusión y, a partir de este momento, la modernidad devino en posmodernidad y el pánico desbordó la razón: la tecnología mostraba su rostro destructivo.
Quedaba claro que la realidad había quedado fragmentada y la totalidad cedía paso a una ‘compartimentareizada’, a una suerte de subsistemas con escasa relación entre sí, lo político desvinculado de lo social, lo cultural de lo político, aunque lo económico tuvo la virtud de subsumir los otros ámbitos de la realidad, instrumentalizando la tecnología para sus fines.
Lo económico se hizo inseparable de la tecnología y se instala el debate medioambiental: ¿cuánto tiempo aguantará el mundo los niveles de producción y consumo de la humanidad? Pero el camino parece irreversible, el ser humano es cada vez más dependiente de la tecnología, es ella la que define cómo relacionarse, cómo comunicarse y aun cómo sentir.
Relación de dependencia pero a la vez temor por su aniquilación, el ser humano empieza a cuestionarse si la tecnología lo suplantará por su obsolescencia. Computadoras capaces de hacer cálculos en segundos y máquinas que le quitan el empleo comienzan a preocuparlo. Historias como Metrópolis, Odisea del espacio o Inteligencia artificial son ejemplos ficticios del temor a la obsolescencia y suplantación a la que se creía condenada la humanidad. La tecnología ya no necesita más operadores, se autonomiza, es autopoiética; se emancipa de sus creadores y toma su lugar. Lo humano es arrebatado de su esfera primigenia, las máquinas comienzan a sentir emociones y a equivocarse como sus creadores.
En los años 90, la ficción comenzó a ser realidad. Los históricos enfrentamientos ajedrecísticos entre Deep Blue y Kasparov (con victorias de ambos) abrían una nueva perspectiva en la tensa relación humanidad-tecnología. Jean Baudrillard escribiría en su célebre ensayo Deep Blue (La melancolía del ordenador), de 1996: “El hombre sueña con todas sus fuerzas con inventar una máquina más potente que él y, al mismo tiempo, no puede plantearse no seguir dominando a sus criaturas”. Aún en su pesimismo Baudrillard reconocía esperanzado que la Deep Blue jamás podría asemejarse a Kasparov porque éste no sólo contaba con el cálculo, sino también con la intuición y la estratagema, atributos netamente humanos.
Sin embargo, en este nuevo milenio aún no se debe cantar victoria, la ciencia sigue su derrotero y traza el mapa genético, descubre donde se alojan la violencia u otras emociones, determina que la elección de pareja y el amor son fenómenos químicos predecibles, clona seres y se jacta que pronto podrá hacer humanos con características físicas y habilidades determinadas a gusto del cliente. El azar es una variable casi controlada; Aldous Huxley ya lo advertía en Un mundo feliz.
Por otro lado, sus creaciones funcionan con la menor intervención humana posible y ya casi es capaz de que los autómatas ‘simulen’ emociones humanas. Relación paradójica, mientras el ser humano se ‘deshumaniza’, la máquina adquiere características humanas.
Creciente dependencia hacia la tecnología, analfabetismo funcional, realidad ‘virtual’, omnipresencia de los medios, ‘telepolítica’ y muchos otros temas, se plantean como problemas mediatos, pero las soluciones aún no parecen esclarecedoras, la tecnología no cesa su rumbo y la sociedad es arrastrada por ella y se refugia en soluciones metafísicas y actitudes de regresión al pasado. Humanizar la tecnología, pero no en el sentido de dotarle de esa cualidad, sino de democratizarla y hacerla una herramienta de bienestar y desarrollo para la humanidad. El tiempo apremia y la historia sigue su curso.
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